“Sola”, el libro de Dolores que desnuda al Clan Etchevehere
Editorial Planeta presenta el libro de Dolores Etchevehere donde cuenta la oscuridad de una de las familias más poderosas de la provincia. Mirá el adelanto del primer capítulo.
Editorial Planeta presenta el libro de Dolores Etchevehere donde cuenta la oscuridad de una de las familias más poderosas de la provincia. Mirá el adelanto del primer capítulo.
“En octubre de 2020 un grupo de hombres y mujeres ingresó en una de las estancias de la familia Etchevehere, en el norte de Entre Ríos. La noticia inundó las pantallas de televisión y las tapas de los diarios. ¿Quiénes eran? Militantes sociales y productores de la agricultura familiar liderados por Dolores Etchevehere, única mujer de cuatro hermanos, entre ellos, el expresidente de la Sociedad Rural Argentina y exministro de Agroindustria de la Nación”.
De ese modo, la Editorial Planeta presenta “Sola”, el libro de Dolores Etchevehere en el que cuenta la disputa hacia el interior de una de las más importantes familias terratenientes de Entre Ríos y que desnuda un crecimiento económico amañado, sociedades oscuras y un vaciamiento de empresas que la Justicia todavía no logra esclarecer. El libro, claro, presenta a Dolores Etchevehere como abanderada de un proyecto que enfrenta a los “Etchevehere corruptos”, como ha resuelto denominar a su madre, Leonor María Magdalena Barbero Marcial, y sus tres hermanos, Luis Miguel, Arturo Sebastián y Juan Diego Etchevehere, a quienes denunció por estafa en la Justicia, publicó el portal Entre Ríos Ahora.
“La causa del conflicto no era solamente la disputa por una de las herencias más millonarias de la Argentina. Dolores decidió romper el pacto de silencio familiar para denunciar que detrás de la fachada de grandes extensiones de campo y de las cinco generaciones que los administraron se ocultaron trabajo esclavo, documentos adulterados, patrimonio, violencia de género, tragedia, locura”, dice el adelanto del libro. Y agrega: “´Sola´ es la confesión de una resistencia al sometimiento y una conversión; la revelación de un enigma. Aquí Dolores Etchevehere cuenta todo: su infancia de lujos y prejuicios, la relación de frialdad con sus hermanos y su madre, el amor enfermizo que cultivaban por el dinero, el poder de sus antepasados y su encuentro con el Proyecto Artigas, con el que comparte la idea de un mundo sin la indiferencia ni la avaricia que desde niña padeció en su casa”.
Capítulo 1, “Mi familia” del libro “Sola”, que Dolores Etchevehere publicó con el sello de la Editorial Planeta.
Crecí en un ambiente familiar cerrado, muy intenso. Siempre rodeada de varones, pues soy la única hermana mujer. La única en un mundo cuya lógica de poder está supeditada a la masculinidad, porque el hecho de ser mujer es definitorio: en este escenario los actores principales eran los varones, y en mi familia de origen, para calificar como tales, tenían que demostrar con hechos ser unos déspotas.
Al reflexionar sobre mi familia de origen recuerdo, entre otras situaciones, que siempre me llamó la atención la ausencia de mujeres en los lugares de mando. No se trata de una cuestión generacional, ni de una decisión tomada a partir de mi persona, ni de mis capacidades, ni de mi interés o desinterés en las cuestiones relacionadas con los negocios familiares.
Fue así desde el comienzo. Nuestra participación era nula. Estábamos absolutamente excluidas, condenadas a ser sólo el objetivo del comentario básico, relacionado con el aspecto físico o con alguna opinión. Uno de esos comentarios que más me molestaba era: “Callate, una mujer debe hablar poco, porque si no se convierte en una persona que molesta”.
Sí, a mí me interpelaba que ninguna mujer de la familia fuera parte activa del proceso de desarrollo económico familiar. El hecho de ser mujeres las descalificaba para ocupar espacios de poder. Y, hasta hoy, nunca se había puesto en tela de juicio esa máxima impuesta de una generación a la siguiente sin cuestionamientos.
La razzia de mujeres de la generación de mi abuelo, Arturo Julio Etchevehere, fue total. Blanca, Azucena, María Zulema, Angélica, Graciela y María Luisa Etchevehere jamás accedieron en su totalidad a sus bienes que por derecho natural habían heredado de su padre. Mi abuelo mintió premeditadamente: le pidió a su madre, Margarita Fernández de la Puente, que dejara bajo su custodia las tierras y demás bienes que correspondían a sus hermanas para que estuvieran en manos seguras… pero, finalmente, se adueñó de todo inescrupulosamente, ante la pasiva mirada de los maridos de cada una de ellas. Para ellos también una mujer no calificaba para reclamar por sus derechos. También ellos fueron funcionales al sistema patriarcal que las oprimía.
Una de ellas vivió en Paraná, en una casa alquilada y oscura, en Alem 150. A unas cuadras de allí, vivía otra hermana cuya casa también era lúgubre, una casa habitación que le había prestado su hermano, donde concluía días enteros sin objetivos propios. No puedo olvidar su mirada resignada, tampoco su voz que reconstruía con cálida precisión otra realidad, inconexa a la realidad que sufría, provocada por su hermano, mi abuelo, dueño de todo.
En ese entonces, ¿cómo reclamar los bienes que su propio hermano -a quien debían decirle patroncito- se apropió de facto? Es cierto que hablo de otro tiempo, pero el concepto patriarcal no cambió en lo más mínimo, y sé que es una lógica que excede las clases sociales. De hecho, en la actualidad esto les ocurre a muchas mujeres y yo soy una de ellas. Sin embargo, hay una diferencia entre mis tías abuelas y yo: este tipo de atropello tendrá otro final.
El origen de nuestro patrimonio familiar en la Argentina empieza con mi tatarabuelo Luis Bernardino Etchevehere y su esposa Tomasa Craig y Donovan, hija de Thomas Craig, irlandés, expedicionario en las invasiones inglesas que luego de la capitulación de Beresford integró la logia masónica “Estrella del Sur”. Se alistó con los patriotas de 1810 y fue con Belgrano a Tucumán y Salta. Luego comandó el bergantín El Republicano en la batalla de la Vuelta de Obligado, bajo el mando del almirante Guillermo Brown.
Luis Bernardino y Tomasa son los padres de Luis Lorenzo Etchevehere, mi bisabuelo, fundador de El Diario en 1914, quien también fue gobernador (19311935) e impulsor de la Biblioteca Popular y del Jockey Club de Entre Ríos, entre otros acontecimientos fundacionales de mi provincia. Con él se asienta una manera de ejercer el poder en la provincia. Ejercicio cuyo fin siempre será el propio beneficio.
La familia de mi madre, Leonor Barbero, no tenía el poder político ni económico, como lo tenían los Etchevehere. Recuerdo cómo se refería a mi abuelo Arturo: “Cuándo se va a morir ese viejo de mierda”. Para Leonor, desear la muerte de mi abuelo, además de representar el acceso a la estructura de poder que representaban los Etchevehere, también significaba la posibilidad de vengarse porque mi abuelo le impedía participar en los proyectos y mucho menos en los negocios.
Creo que se casó enamorada de papá. Creo, también, que lo hizo con la ilusión de desarrollar una vida personal creativa y lúcida. Independiente. Pero no lo logró. Fracasó. Nunca fue autónoma. Siempre dependió de la obra o acción de otro. Primero caminó en silencio sobre la huella de mi abuelo. Después acompañó desde las sombras y angustiosamente a mi papá. Hoy conforma con mis hermanos una asociación simbiótica, necesaria para tratar de silenciar las maniobras realizadas durante décadas. En definitiva, Leonor, con 84 años, aun haciendo mucho daño porque miente, falsifica y estafa sistemáticamente, trata de justificar su existencia.
Cumplió el sueño de llegar al círculo de poder, pero el centro de ese círculo era mi padre, y apenas pudo ocupar el lugar de un satélite. Un satélite a la sombra, la enorme sombra de quien tomaba las decisiones. Su historia de vida es de desesperanza.
Creo que lo constitutivo de la simbiosis entre los Etchevehere corruptos y Leonor Barbero es el fraude. Para que una relación simbiótica sea tal es necesaria la dependencia mutua y permanente, aunque no necesariamente el resultado de esa asociación sea positiva para todos los implicados, porque los que ganan siempre son los mismos.
El pacto de poder entre los Etchevehere corruptos y un grupo de políticos, jueces, fiscales y medios de comunicación, hoy comenzó a quebrarse por mi investigación y judicialización, llevadas a cabo de manera ininterrumpida durante once años.
Soy la primera mujer en la historia de mi familia que plantea una demanda judicial. Soy la primera mujer que no acepta el silencio cómplice. La primera que no cede a las presiones ni a las amenazas. En fin, la primera que enfrenta la lógica patriarcal que barrió a las mujeres de todas las generaciones anteriores.
A veces me da un poco de remordimiento no haber actuado antes, pero observo que fue un proceso que me fue implicando, por momentos, hasta de manera involuntaria. Los acontecimientos me abordaban y me posicionaban en el núcleo de esa realidad viciada por la corrupción. Incluso hoy continúa siendo un camino complejo, marcado por irregularidades, mentiras y traiciones que estoy dispuesta a transitar hasta el final.
No llegué a este punto de un día al otro. Tampoco se trata de un capricho, como algunos intentan instalar desde la lógica machista. Lo que más me duele y me enoja es comprobar cómo muchas vidas fueron descartadas luego de haber sido dominadas y usadas: para los Etchevehere corruptos esas personas “no eran seres humanos sino recursos humanos…”, en palabras de Eduardo Galeano.
Fui testigo y víctima de la cultura del descarte. Este concepto que el Papa Francisco desarrolla en su Encíclica Laudato Sí. Sobre el cuidado de la casa común fue clave para mí. Encontrarme con ese texto fue revelador. No solamente me dio fuerzas para continuar en un momento en el que estaba muy abatida, sino que fue inspiración para crear el Proyecto Artigas, una red integrada por movimientos sociales, mujeres organizadas, profesionales del derecho, la comunicación y el cuidado del ambiente, movilizados por la búsqueda de verdad, justicia y reparación. El Caso Etchevehere es el hecho fundante.
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